domingo, 20 de mayo de 2012

De asuntos crematísticos

Que no está mal de vez en cuando, bueno, ahora no queda otra, que bajar de las alturas fabulísticas y darnos de bruces con asuntos de interés terrenal.

En fin, que todo este farragoso preámbulo para contaros que ayer, al salir de la estación de RENFE de Sol (Madrid), me encontré (en la misma estación) uno de esos stand con libros de saldo. No suelen tener mucho de mi interés, pero me es imposible no pararme a mirar, obviamente. Y lo primero que me saltó a los ojos fue la preciosa edición de "El señor Bliss", de Tolkien, editado por Minotauro, al fantastiquísimo precio de 3,95€.

Así que ya sabéis, si os pilla de paso y queréis pasar un buen rato leyendo en el metro o en el tren, haced esa pequeña inversión, que más nos cuesta un paquete de tabaco, leñe.











El Señor Bliss es un libro ilustrado infantil de J.R.R. Tolkien, que fue publicado póstumamente en el año 1982. El libro contiene ilustraciones del propio Tolkien y relata las aventuras que vive el protagonista tras comprarse un automóvil nuevo. La historia la concibió en un comienzo para contársela a sus hijos, y esta no salió a la venta hasta después de su muerte.
El señor Bliss, protagonista del cuento, vivirá una serie de extrañas aventuras en el primer viaje con su coche. En el libro aparecen extraños personajes como un hombre con una carretilla de coles, otra mujer con un carro lleno de plátanos, tres osos que aparecen en todo el relato (basados en muñecos de sus hijos), sus amigos los Dorkins...
La historia no tiene complejidad y Tolkien utiliza un lenguaje muy sencillo, puesto que se trata de un cuento infantil.



Un día, temprano, el señor Bliss se asomó a la ventana.
-¿Hará hoy buen tiempo?- le preguntó al Jirafanejo (que guardaba en el jardín; pero con frecuencia la cabeza del Jirafanejo miraba por las ventanas del dormitorio).
-¡Claro que sí! -dijo el Jirafanejo. Siempre hacía buen tiempo para él, pues tenía una piel lanuda y había cavado un agujero muy hondo en la tierra, y era ciego, de modo que nunca sabía si el sol brillaba o no. A decir verdad, por lo general se iba a la cama después del desayuno y se levantaba para la cena, de modo que sabía muy poco del día.

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